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Francesc-Marc Álvaro | Otro pan y otro circo
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29 abr 2020 Otro pan y otro circo

Es la sensación que tengo desde hace muchos días: hay gobernantes que tienen miedo de ser antipáticos y, por lo tanto, hacen y dicen muchas cosas para blindar su popularidad (no digo su prestigio, ni su credibilidad ni su autoridad) y preservarla de cara –se supone– a unas elecciones, que llegarán tarde o temprano. Si se analizan los discursos, las decisiones y los gestos de determinados políticos, sólo se pueden entender teniendo en cuenta esta intencionalidad. Ni argumentos científicos ni razonamientos políticos basados en el interés general, lo que parece mover a ciertas figuras es, por encima de todo, la voluntad de sobrevivir al juicio implacable y diario de la ciudadanía, que está preocupada, cansada y enfadada.
 
El adelantamiento en España del desconfinamiento ocasional de los niños, el pasado domingo, es un ejemplo claro de esta manera de hacer que lo supedita todo a obtener la indulgencia del público, y su aplauso, si puede ser. Las opiniones críticas de varios expertos sobre la polémica medida –como la del doctor Soler Palacín en La Vanguardia – confirman que todo consistió en una gigantesca operación de relaciones públicas de la Moncloa: el pediatra que cito ha declarado: “No me parecía una prioridad salir ya”, tesis compartida por otros profesionales de la salud. El presidente quería aparecer como un gestor próximo, amistoso, flexible y comprensivo ante los administrados. Permitir que los niños pisaran la calle forma parte de la reconstrucción de su imagen, para reflotar su popularidad.
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El miedo a ser impopular lleva a Sánchez a una retórica populista calculada al milímetro

 
El miedo a ser impopular lleva a Sánchez a refugiarse en una retórica populista calculada al milímetro. Los que lo asesoran deben de creer que es la vía idónea para compensar la verticalidad inherente al estado de alarma y el tufo autoritario que desprenden muchas medidas gubernamentales que, por otra parte, llegan rodeadas a menudo de notable confusión. ¿Han intentado imitar el registro adulto y realista de Merkel, por ejemplo? No, porque el líder del PSOE y su núcleo de confianza son prisioneros de los restos de su relato, que bebía de la polarización y la deriva extremista de PP y Cs. Sánchez salía a escena como el antagonista simpático de los portavoces de la crispación, un papel que pretende mantener contra el coronavirus.
 
Un poco de populismo es como poner azúcar en algunos guisos: hace que el sabor mejore, dicen. Los spin doctors del Gabinete de coalición PSOE-Podemos han hecho esta apuesta. El fenómeno lo explicó, hace meses, el profesor Ferran Sáez Mateu en el libro Populisme. El llenguatge de l’adulació de les masses : “Si por populismo entendemos un lenguaje con una sobrecarga de emotividad, un uso casi programático de la metáfora ambivalente, una centralidad del gesto mediático y, sobre todo, un liderazgo basado en la repetición de una fraseología adulatoria hacia le menu peuple , parece claro que esta actitud ya ha dejado de dar miedo a las clases medias”. Está claro que Sánchez no es un populista, coge del populismo lo que le conviene, para congraciarse con estas clases heridas. Al fin y al cabo, como nos recuerda Sáez, “el populismo es un lenguaje, no un programa estereotipado”.
 
El desconfinamiento de los pequeños, vendido como una epifanía. La paella para llevarse a casa, entronizada. Sentarse en las terrazas de los bares, nueva conquista social. Etcétera. Un nuevo pan y un nuevo circo para andar hacia “la nueva normalidad”. Pan y circo, como siempre. Los subrayados ­­­–nada casuales– que Sánchez introduce en la casuística de la desescalada denotan que nos trata como si fuéramos niños o turistas en un resort sin otro horizonte vital que comer, dormir y tomar el sol. No se trata de un engaño (tendremos niños en la calle, ­pae­llas recogidas en el restaurante del barrio y terrazas donde tomar una copa), es una operación más sofisticada. Sánchez no es tonto, sabe muy bien lo que está di­ciendo, aunque no sabe tan bien lo que está ha­ciendo. La gestión (discutible) debe quedar envuelta por unas intervenciones donde el didactismo, las esperanzas de todo a cien y las gracias mecánicas al personal sanitario y de servicios esenciales pretenden ser un escudo.
 
El mecanismo no es nuevo. Lo describe Harry G. Frankfurt en On bullshit. Sobre la manipulación de la verdad : “Dado que la charlatanería no tiene por qué ser falsa, se diferencia de las mentiras en su intención tergiversadora. Puede que el charlatán no nos engañe, o que ni siquiera lo intente acerca de los hechos o de lo que él toma por hechos. Sobre lo que sí intenta necesariamente engañarnos es sobre su propósito. Su única característica distintiva es que en cierto modo tergiversa su intención”. Y así estamos, atrapados. Entre tics autoritarios que se justifican a partir de una concepción decimonónica del poder y ditirambos oficiales a las masas “empoderadas” una mañana de chándales y patinetes, el que gobierna se mueve por los extremos, en busca del perdón del ciudadano. Son las dos caras de la moneda del populismo paternalista, con el que algunos pretenden sobrevivir al naufragio de una gobernabilidad de cartón piedra y purpurina.

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