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Francesc-Marc Álvaro | No tiene poder
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03 jun 2020 No tiene poder

La nostalgia como medicina en época de incertidumbre. El anuncio promovido por el Ayuntamiento de Barcelona quiere ser –dicen– un agra­decimiento a los barceloneses por su responsabilidad y su esfuerzo durante la ­pandemia. El lema escogido remite al estribillo de una canción de Peret – Gitana hechicera – que forma parte de la memoria de la Barcelona del 92, la de los Juegos Olímpicos, el gran momento que recordar –parece ser– para elevar la moral en tiempos tan difíciles como estos. En el spot mu­nicipal se repite el mensaje a modo de mantra: “Ella tiene poder. Barcelona es poderosa”.
 
De Barcelona’92 al Fórum Universal de las Culturas se agotó el hechizo, algo que comprobó amargamente el alcalde Clos, que tuvo la vana intención de exprimir la nostalgia desfilando a ritmo de samba junto al cantante brasileño Carlinhos Brown en mayo del 2004, una estampa que no olvidaremos nunca. Antes de sentarse en el despacho de la alcaldía, Ada Colau había criticado ferozmente la estrategia de crear ciudad mediante grandes acontecimientos, pero luego se reconcilió con el modelo que impugnaba desde el activismo, algo relacionado también con descubrir que los cuadros formados durante el maragallismo son imprescindibles para conducir la máquina. Este anuncio es –sin querer– un homenaje encendido a todo lo que Colau quería enmendar pero acabó abrazando por la puerta de atrás. Lo pueden llamar realpolitik o lo pueden llamar caer del caballo. Del Cobi envuelto en el ­celofán de los grandes patrocinadores hemos pasado al Cobi casero de los balcones, una extraña justicia poética que Jaume Collboni –el socio socialista de Colau–puede apuntarse en su libreta, y sin necesidad de compartirla con Manuel Valls, el octavo pasajero.
 

Esta propaganda es criticable no por ser partidista sino por ser tan ingenua

 
Pero el anuncio de marras no deja de ser también un chiste tristón. Si algo ha demostrado la gestión de la crisis del coronavirus es que las ciudades pintan lo que pintan, aunque sean tan importantes como Madrid y Barcelona. Además de poner las autonomías al baño maría, las decisiones del Ejecutivo de Sánchez (donde ejerce de vicepresidente Pablo Iglesias, aliado natural de Colau) han enseñado el lado oscuro de la fuerza a los que todavía especulan con tejer una Europa de las ciudades que superaría el embrollo de soberanías, un mapa ideal en el que la ciudad-Estado de Barcelona descollaría como principado de conocimiento y negocios, superando así las tensiones de una España que no logró ser como Francia y una Catalunya que no pudo imitar a Portugal. Lástima, no podrá ser.
 
Los independentistas no tienen república pero tampoco hay premio de consolación: Barcelona será, finalmente, lo que Madrid le permita ser, que para algo se recuerda periódicamente a los burgueses de aquí que son “demasiado moderados”, es decir, sospechosos. O sea, que Barcelona no tiene poder. Aunque tiene saber, cultura, emprendedores, etcétera. Aunque tiene un Consistorio con un gran presupuesto y unos excelentes funcionarios. Barcelona tiene cruceros y tiene investigación biomédica, pero no tiene poder. Concretamente: no tiene el tipo de poder que tiene Madrid. El poder, a secas. El Minotauro, para usar el diccionario de Vicens Vives.
 
Llegados a este punto, podemos autoengañarnos y proclamar que no nos interesa el poder en la forma en que Madrid (y París o Londres) lo ejerce y lo muestra. El autoengaño cotiza al alza. Es un relato para conformarse: que si Madrid es de Marte y Barcelona es de Venus, que si las estructuras estatales están periclitadas, que si la dinámica de las metrópolis se rige por lógicas inéditas, etcétera. Hay narrativas para todo tipo de decepción, incluso para convertir en éxito simbólico lo que es una continuada pérdida de posiciones. Como la zorra de la fábula, Barcelona podría decir que las uvas están verdes y que no le interesa otro poder que el que representa la gente y el buen rollo, que es lo que trasmite el anuncio que comentamos. “Nos hemos empoderado” sería el resumen de esta propaganda, que es criticable, no por ser partidista (no lo es más que la de otras administraciones) sino por ser tan descarnadamente ingenua y, por tanto, tan cínica en su ejercicio de adulación al público, convertido en héroe anónimo. De ahí que los partidos en la oposición no acierten cuando tratan de erosionar a Colau en este terreno. Solo fuera de la fábula hay espacio para el debate. Barcelona es poderosa, pero el cierre de la factoría Nissan indica que algo menos de lo que se proclama.
 
Lo explicó muy bien Milan Kundera, mejor que cualquier politólogo: “En el momento en que el kitsch es reconocido como mentira, se encuentra en un contexto de no-kitsch. Pierde su autoritario poder y se vuelve enternecedor, como cualquiera otra debilidad humana. Porque ninguno de nosotros es un superhombre como para poder escapar por completo al kitsch”. Por eso el anuncio funciona y gusta, es la golosina perfecta para el desconfinamiento. Un autohomenaje ensimismado y una afirmación falsa que, con su énfasis voluntarista, trata de convertir la nostalgia en el placebo más conservador.

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