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Francesc-Marc Álvaro | ¡Abajo con ellos!
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18 jun 2020 ¡Abajo con ellos!

Imaginen los primeros días de nuestra guerra. Verano de 1936. Las calles hierven. Llegan unos hombres a la plaza y, en medio de gritos y grandes aspavientos, atan unos cables de acero desde la estatua de Sant Antoni Abat –que preside la fachada de la iglesia principal– hasta un camión cargado de escombros, para arrancar la imagen. Los incontrolados –los amos de la situación– no se salen con la suya: las ruedas de atrás se levantan y el santo no cae, como pretenden. Ante el templo, se reúne la gente, que observa cómo se hace la revolución, dicen. Bonaventura Orriols deja testimonio escrito de esta escena: “Entre la gente que contemplaba el espectáculo se encontraba un carretero fiel, que nunca había faltado a la bendición de su animal en la festividad del santo, y que cada vez que el camión arrancaba y tensaba los cables, decía con la boca pequeña para un amigo que tenía al lado: ‘¡aguanta, Tonet, aguanta!’. Y Sant Antoni aguantó”. Los que quieren echar abajo al santo sólo pueden romper el bastón de la estatua.
 
Los incontrolados también descuelgan las campanas y las destruyen, a veces con el sencillo método de tirarlas al suelo. El fuego también atrae a los que quieren parir un mundo nuevo por la vía expeditiva. Cuando los exaltados llegan a la iglesia de la Geltrú, la más antigua, hacen una gran hoguera con muebles, confesionarios y varias imágenes de santos y apóstoles arrancadas del retablo barroco. Ricard Mestre, líder anarquista local contrario a la violencia, aparece de manera providencial y, gracias a su autoridad moral, consigue salvar el retablo con unas frases que hacen mella en la masa: “Todo eso es arte y, desde ahora, será arte del pueblo”. Mestre, conocido como Ricarditu , salvó a muchos católicos y ciudadanos vinculados a partidos de derecha, que estaban en el punto de mira de las patrullas de la FAI. Tras la guerra, se exilió en México, donde desarrolló una tarea fecunda como editor y trató a varios intelectuales, como el historiador Enrique Krauze, que lo describe como “un utopista y un romántico”.

Este asunto pide bisturí, no mazazos; y la combinación de coraje y ‘seny’ del alcalde Piqué

Todo eso sucedió muchos años atrás. La máquina del tiempo no se detiene, estamos en enero de 1977, falta medio año para que tengan lugar las primeras elecciones. Seguimos en el mismo lugar, en Vilanova i la Geltrú, pero el escenario podría ser cualquier otra ciudad catalana. El alcalde es Josep Piqué Tetas, padre de Josep Piqué Camps, un joven que entonces militaba en el PSUC y todavía no sabía que sería ministro de Aznar. Cansado de los falsos avisos de amenaza de bomba en el monumento dedicado a los Caídos (en memoria de los muertos del bando ganador), el alcalde ordena quitar aquel monolito del centro y trasladarlo al cementerio, y cambia su inscripción, para que abrace a todos los vilanoveses. Pesa mucho el hecho de que en Mataró estalla un artefacto que destruye un monumento similar. Piqué –que después será candidato del partido de Suárez– hace todo eso sin avisar al gobernador civil, Salvador Sánchez-Terán (uno de los artífices del retorno de Tarradellas), que se enfada mucho. La astucia del alcalde elimina el principal símbolo de la dictadura de la ciudad, sin ruido. Los nostálgicos del régimen pierden la partida.
 
¿Como la estatua de Sant Antoni en 1936 o como el monumento a los muertos de Franco en 1977? ¿Cómo hay que hacerlo ahora con las estatuas y los monumentos que celebran, enaltecen y recuerdan episodios y figuras que han causado dolor, vergüenza, discriminación o destrucción? ¿Qué estilo es más propio de una sociedad plural, abierta y democrática, el de los fanáticos que destruían imágenes de santos en un clima de doctrinas excluyentes o el de un alcalde con sentido común que hacía todo lo posible para superar el trauma de la guerra y construir la convivencia?
 
No es una pregunta menor, ni en Alabama ni en Catalu­nya. ¿Hay que echar abajo todas las estatuas y monumentos que nos conectan con un pasado de opresión o podemos aprovechar estos símbolos para hacer pedagogía de la historia, de la complejidad y de los valores democráticos? ¿Podemos tener un debate razonable sin miedo a ser expulsados de la conversación por los talibanes de lo políticamente correcto? Los talibanes (los de verdad han destruido estatuas de Buda y muchos templos) no hacen distinciones entre Churchill y un general sudista icono del Ku Klux Klan. Por ejemplo, han surgido voces que propugnan cargarse el monumento a Colón, de Barcelona, quizá para obtener el aplauso fácil; es importante que la alcaldesa ­Colau no haya cedido a esta ola de simplificación y, en cambio, haya sugerido que la solución pase por una explicación que contextualice la obra e invite a una lectura crítica de su significado inicial.
 
Este asunto pide bisturí, no mazazos. Y la combinación de coraje y seny demostrada por el alcalde Piqué. La estatua de Jordi Pujol de Premià de Dalt apareció un día derribada y ahora, en Lleida, han retirado el busto de Juan Carlos I del salón de plenos de la Paeria. Hay mucho trabajo. Hagamos que los símbolos contribuyan a fortalecer el necesario diálogo democrático en vez de hacerlo imposible.

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