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Francesc-Marc Álvaro | ¿Vuelven las bullangas?
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11 nov 2020 ¿Vuelven las bullangas?

Vi la pintada en una pared hace pocos días: “Que cremin els carrers” (que quemen las calles). Me detuve y la leí dos veces, quizá tres. La frase, clamor desazonado y a la vez imperativo, no iba firmada por las siglas de organización alguna. Nada. Un grito anónimo: “Que cremin els carrers”. Al lío. La síntesis de un programa político nihilista para nuestra época, trufada de un malestar cada día más intenso, sobre todo a raíz de los efectos económicos y sociales de la pandemia, a los cuales hay que añadir la desconfianza hacia nuestros gobernantes. Pensemos en el desastre de las ayudas a los autónomos gestionadas por la Generalitat o en la dejadez del Gobierno a la hora de pagar los ERTE mediante el SEPE. Es fácil entender que muchas personas suspendan a los políticos responsables de hacer que las cosas funcionen.
 
Con todo, vivimos tiempos civilizados y debemos alegrarnos de ello. La paciencia del ciudadano es muy alta y, a pesar de algunas excepciones arrebatadas o claramente vandálicas, el malestar –convertido a menudo en irritación e indignación– no acaba cuajando siempre en disturbios, como ha pasado en otros momentos de la historia. Por ahora, es válido aquel dicho según el cual “la procesión va por dentro”. Catalu­nya, y concretamente Barcelona, ha sido escenario de todo tipo de protestas, asonadas y alborotos, a menudo de una violencia considerable. Quizá no tenemos memoria de ello y por eso idealizamos nuestra manera de hacer. Tras pestes y epidemias, no era extraño que se produjeran levantamientos, promovidos por los que tenían menos que perder. En el XIX, la capital catalana fue noticia varias veces por los motines urbanos que convertían las calles en verdaderos campos de batalla. La tendencia culmina entrado ya el siglo XX con la Setmana Tràgica. El choque entre las clases populares y los poderes era frecuente. La violencia –a caballo entre el hambre, la enfermedad, la explotación– ponía en primer plano los conflictos sociales y políticos de fondo de un país que llegaba a la modernidad de mala manera. La violencia de antaño era de un calado hoy ­inimaginable, que convierte –por comparación– la batalla de Urquinaona de octubre del año pasado –por poner un ejemplo– en un recreo de parvulario.
 

Los agraviados de hoy se abstendrán o votarán las opciones extremistas con soluciones inmediatas

 
Las bullangas que tuvieron lugar en Barcelona entre 1835 y 1843 dejaron fuerte huella en la mentalidad decimonónica. El historiador Jordi Casassas explica que estos graves disturbios ayudaron “a concretar las identidades de clase, dado que el contraste entre unas y otras se demostró como un poderoso factor identitario”. Durante la bullanga de 1835, asesinan al general Bassa, que ejerce de gobernador militar, y provocan incendios en algún convento, casas de propietarios y la moderna fábrica el Vapor de los Bonaplata. El cuerpo del general, por cierto, es arrojado a la hoguera. ¿Se lo pueden imaginar? La bullanga de 1842 acabó con el bombardeo de Barcelona ordenado por Espartero y una represión a gran escala. que se repitió el año siguiente. Según Josep Termes, experto en el movimiento obrero, estos motines y el republicanismo federal entre 1840 y 1873 se tienen que ver “como una oposición popular urbana, no burguesa; como una propuesta de las clases subalternas contra el poder creciente de la burguesía conservadora y del aparato del Estado centralista”. El catalanismo se verá atravesado, desde su nacimiento, por los anta­gonismos de clase y por el miedo a las calles en llamas.
 
Ha llovido mucho desde mediados del XIX. Las condiciones objetivas –por decirlo de una manera clásica– de entonces y las de ahora son incomparables. De entrada, y a pesar de la precariedad y las nuevas desigualdades, disfrutamos de un Estado de bienestar que –con más o menos efica­cia– hace de red. Basta pensar en la cobertura ­sanitaria universal para darnos cuenta de que el día a día de nuestros bisabuelos y ­tatarabuelos no tenía nada que ver con nuestra existencia, incluso cuando está amenazada por el paro y la pérdida de poder adquisitivo. Lo sustancial que separa el malestar de ­antaño y el malestar presente es el cambio de lo que denominamos sujeto histórico: los proletarios desamparados de los tiempos de María Castaña son hoy las clases medias empobrecidas y sometidas a la sospecha de que el impacto de la pandemia no hace más que acelerar un proceso que había em­­pezado con la crisis global que arranca en el 2008.
 
Los obreros y menestrales que tomaban parte en las bullangas se arriesgaban porque intuían que solo el choque rompería la dominación injusta que los condenaba a una vida de oscuridad; en la actualidad, el autónomo que vive al día, el joven atado a un salario exiguo que no le permite salir de casa de los padres y el parado maduro que encuentra todas las puertas cerradas son figuras atrapadas en la perplejidad, la fatiga y la potencial desafección. Antes que impulsar un motín del pan a través de las redes sociales, los agraviados de hoy se abstendrán o –atención– tal vez votarán las opciones extremistas que prometen soluciones inmediatas. Las calles no quemarán, quizá lo harán las urnas.

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