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Francesc-Marc Álvaro | De purgas y desobediencias
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08 abr 2021 De purgas y desobediencias

No es nada que no hayamos visto antes, pero llama la atención porque recuerda las maneras más casposas: un partido que se pretende nuevo y diferente (que ha roto con muchas cosas del pasado, según sus promotores) hace una purga a plena luz del día. Los que dicen ser “nueva política” en el independentismo catalán copian prácticas del estalinismo más rancio. Jaume Alonso-Cuevillas emite una tranquila reflexión sobre la estrategia de Junts y, tras ser señalado como un hereje, es obligado a renunciar como miembro de la Mesa del Parlament, a pesar de haber corregido sus palabras iniciales y haberse aplicado “la autocrítica” del modo más vergonzoso. El abogado cae en desgracia, aunque es uno de los defensores de Puigdemont y persona de confianza, hasta hace cuatro días, de Laura Borràs. Los vigilantes de las esencias detectan la sombra de “la traición”. La fábula triste de Cuevillas tiene un efecto: ilumina uno de los grandes problemas del mundo independentista y, más concretamente, del sector que mantiene una compleja relación de continuidad-rechazo con el antiguo espacio convergente.
 
Estoy seguro de que Rull, Forn y Turull, los tres presos del procés que provienen de la desaparecida Convergència, personas que conozco y aprecio, no deben de estar muy cómodos cuando ven que Cuevillas es defenestrado tras expresar un criterio político en el digital Vilaweb ; un criterio que, por otra parte, alguno de ellos también podría compartir. Diría que tampoco Damià Calvet, conseller en funciones, debe sentirse satisfecho con una medida que es un aviso para navegantes: quien discrepe, aunque sea con sordina, sufrirá la furia de los dioses.
 

Cuevillas pone sobre la mesa los límites de una vía rupturista institucional

 
Costaría encontrar, incluso en los tiempos más duros del liderazgo de Jordi Pujol, un episodio tan descarnado de purga ideológica. Quiero recordar que el fundador de CDC tenía a su lado figuras como la de Ramon Trias Fargas, que, en público y en privado, no escondía sus discrepancias con el president. En Junts, en cambio, es tabú grande salirse del guion. El modo como Puigdemont prescindió de los diputados Campuzano y Xuclà, como liquidó a Marta Pascal, como resolvió la pugna con Bonvehí y la cúpula del PDECat, como los peones junteros contestan –dentro y fuera de las redes– a los que no les dan la razón, todo eso indica que el dictado oficial es sagrado. En este sentido, es ilustrativo un tuit reciente de Cuevillas en que reitera “mi firme compromiso con el proyecto político de Junts y el liderazgo incuestionable del president Puigdemont”. ¿Un liderazgo no se puede cuestionar?
 
Más allá de las miserias partidistas, el asunto Cuevillas nos recuerda, en primer lugar, la necesidad urgente de que el independentismo haga un debate racional sobre la estrategia para los próximos años, a la luz de las lecciones de octubre del 2017. ERC ha empezado a hacerlo, ciertamente, pero arrastrando demasiada inseguridad y el miedo de ser acusados de traidores, con el añadido incoherente de fiarse de un actor como la CUP para asegurar la gobernabilidad del país.
 
Cuevillas empezaba públicamente esta discusión en Junts al subrayar una obviedad monumental: que hay unas desobediencias que comportan unos costes muy altos a cambio de ningún rédito político. Son desobediencias –añado yo– que solo se explican a partir de dos circunstancias: la agria competencia electoral entre Junts y ERC, y la negativa del espacio que lidera Puigdemont a pinchar la burbuja del voluntarismo unilateralista, que alimenta la promesa de una secesión que tendrá lugar “porque tenemos razón” (haciendo abstracción del resto de factores). Una burbuja repleta de espejismos como “la identidad digital republicana”.
 
En segundo lugar, la purga de Cuevillas permite detectar, una vez más, que muchos dirigentes y cuadros de Junts no expresan en privado lo mismo que en público. Hay altos cargos del puigdemontismo institucional que asumen a puerta cerrada muchas de las observaciones críticas que, desde la prensa u otros partidos y entidades, se hacen sobre el tacticismo, el simbolismo vacío, la tentación purista o la incapacidad de evitar escisiones. Vivir de la política hace que muchos sean mudos.
 
Finalmente, en tercer lugar, lo que Cuevillas pone encima de la mesa (y que, extrañamente, el jurista no había visto antes) son los límites conceptuales y fácticos de una vía rupturista que pretende utilizar una parte del Estado (la Generalitat) para llevar a cabo una secesión en este mismo Estado, obviando que la tecnoestructura autonómica es el punto débil de esta hoja de ruta, sobre todo en una sociedad partida en dos mitades, algo que (junto con la represión) impide una aceleración de la desconexión, como se ha visto en otras latitudes. La externalización del referéndum del 1 de octubre es fruto de aceptar estos límites, pero eso después no se tiene en cuenta.
 
En el juicio a los dirigentes independentistas, así como en el juicio al mayor Trapero, quedó claro que una ruptura desde las instituciones era inaplicable. En un hipotético segundo intento o embate, y en medio de los efectos de la pandemia, lo sería todavía mucho más.

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