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Francesc-Marc Álvaro | Mis finales del mundo
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09 sep 2021 Mis finales del mundo

Estábamos comiendo y aparecieron en el televisor esas imágenes que luego hemos visto docenas de veces: un rascacielos envuelto parcialmente en humo, tras el choque del primer avión contra las Torres Gemelas de Nueva York, el martes 11 de septiembre del 2001, de eso hace ya veinte años. Al cabo de poco, un mensaje se convirtió en una idea asumida por mucha gente: “El mundo ya no volverá a ser lo que era”, versión algo más elaborada del tópico “hay un antes y un después”. Tras unos días, el relato dominante era mucho más solemne: “Es el fin de una época, es el fin del mundo tal y como lo hemos conocido”. Cuando surgió la pandemia de la covid recordé todo esto, pues ahora también se ha dicho y repetido que la gran crisis sanitaria viene a ser “el fin de un mundo”, la misma tesis pero expuesta con más glamur.
 
¿Cuántos finales del mundo he vivido desde que tengo conciencia de lo que ocurre a mi alrededor? La lista comienza a ser considerable. No voy a poner en ella la crisis del petróleo de 1973, porque uno todavía habitaba ese destierro al que llamamos infancia. Mi primer final del mundo fue a mediados de los ochenta, cuando las primeras noticias sobre el sida nos convirtieron en jóvenes amenazados de muerte si no usábamos preservativo, que parecía algo de otra época; ya no podíamos imitar la alegría concupiscente que rodeó el despertar sexual de nuestros hermanos mayores, adictos a la psicodelia y otros materiales. Nuestra vida íntima se pobló de fantasmas y paranoias sobre la salud de nuestras parejas, como esa noche en la que acabé en la cama de una amiga de una exnovia, y ella decidió unilateralmente que nada debía interponerse entre piel y piel. El azote del sida, que se llevó amigos y conocidos, fue un fin del mundo bastante concreto e inquietante, pues limitó abruptamente actitudes y comportamientos, y dio alas a miedos, predicadores y moralinas que parecían haber caducado. El mundo se convirtió en más desagradable y mucho menos divertido.
 

Paseando por el memorial del 11-S en Nueva York, uno entiende el futuro casi más que el pasado

 
Al cabo de pocos años, en 1989, asistí a otro fin del mundo. La caída del Muro, aquel noviembre, simbolizó el final de la guerra fría y aceleró la desaparición de la Unión Soviética y los regímenes que apadrinaba Moscú. El optimismo idealista (hoy lo vemos ingenuo) del pensador Fukuyama impregnaba el aire del momento, así como la sonrisa del checo Václav Havel, un líder que prometía otra forma de ejercer el poder, interesante también para los que no habíamos vivido en el llamado socialismo real: más verdad en nuestras vidas, menos burocracia y menos corrupción. Fue una breve pero intensa fábula de Walt Disney para una Europa que, sin telones de acero, parecía reconciliarse con la postal coloreada que nunca recibieron autores como Stefan Zweig, Joseph Roth o Albert Camus. ¿Un mundo más democrático, más libre y con más derechos para todos? Pronto descubrimos que lo viejo persistía en el supuesto mundo nuevo, mediante el arte del camuflaje.
 
Con el 11-S, la pintura del futuro fue totalmente sombría. Con el 11-M, que rompió el corazón de Madrid, se volvió a difundir el mismo mensaje: el escenario que hemos vivido ha sido fulminado, deberemos acostumbrarnos a explorar fuera del mapa. La idea de una guerra perpetua sin retaguardia posible se instaló en nuestras mentes. Eso sí era un verdadero final del mundo, sin lugar a dudas. Y sentimos añoranza torpe de ese planeta dividido en dos bloques, ese mundo en el que nacimos, que tenía en el maletín presidencial del botón nuclear un altar civil al sentido común y la realpolitik . Sin haberlo leído todavía, intuimos entonces lo que Walter Benjamin había escrito cuando todo se iba al garete en manos de Hit­ler: “El pasado solo es atrapable como la imagen que refulge, para nunca más volver, en el instante en que se vuelve reconocible”. Paseando por el memorial de Nueva York que recuerda a las víctimas de los atentados, uno entiende el futuro casi más que el pasado, como si el silencio hubiera alterado la lógica del tiempo para ofrecernos una perspectiva única sin avisar. Una propina.
 
Algunos han profetizado que la pandemia nos hará mejores, otros han anunciado que vamos a repensarlo todo. Soy bastante escéptico al respecto. Los finales del mundo que vivimos son lecciones que comprendemos siempre en diferido. Tal vez hasta hoy, dos décadas después, no entendemos el mundo nuevo que cayó sobre nuestras cabezas cuando los terroristas de Al Qaeda estrellaron los aviones.

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